septiembre 14, 2011

EL EXILIO.


Unas semanas atrás, un amigo de redes (aún no lo conozco en persona), Ricardo Ramírez Requena, venezolano, invitaba a sus contactos en Facebook que vivieran fuera de Venezuela a escribir sobre el exilio. Quería abrir un blog donde se indagara sobre esa experiencia. Le mandé un texto, que copio a continuación, y los invito a visitar ese blog que recién empieza: LA ADUANA. BOARDING PASS

Mi texto:
De Exilios y Extrañamientos. SIN REVERSA.


Hace unos días, estaba sentado en la oficina de un amigo dueño de una productora. Hablábamos de un par de proyectos en conjunto y se levantó de su silla para atender un asunto con una de sus empleadas. En esos minutos esperando en su oficina, revoloteando con la mirada sobre la biblioteca de “El Potrillo” (así le dicen porque se llama Alejandro Fernández. No canta. Hasta ahí los parecidos), veo un lomo que me resulta familiar. Blanco, la tipografía del título es manuscrita y corrida, a lápiz y la reconozco de inmediato: ¿Qué hace un libro de Pedro León Zapata en la biblioteca del Potrillo en Ciudad de México? Me levanto, tomo el libro y efectivamente, es una recopilación de Zapatazos. Lo abro y busco en las primeras hojas alguna pista de su origen y la encuentro: Una dedicatoria. El libro se lo regalé en el 2006. Yo se lo regalé.

Esta anécdota, encierra, para mí, el significado de migrar. Es un intercambio de vida, donde uno acerca a muchos su bagaje y recibe otro que no hace más que ampliar los horizontes. ¿Qué posibilidad habría de que “El Potrillo” hubiera conocido a éste Zapata?¿De qué otra forma yo me habría relacionado con un “potrillo” que habla?
Nunca hubiera conocido la profunda verdad del “ser venezolano” si no me hubiera ido. Ese distanciamiento necesario del que hablan muchos escritores (Cortázar, por ejemplo) que sólo pudieron escribir de los suyos en la distancia, es un concepto que no se puede entender hasta que te vas y miras ese lugar que es tu génesis desde lejos.
Descubrir tu acento, sin ir más lejos. Darte cuenta, a punta de no estar, que en la calle oyes una forma de hablar diferente y reconoces que por ahí está pasando un venezolano. Llegar a darte cuenta de que, en ocasiones, no tienes siquiera que oír el acento: ves de lejos a alguien que camina y gesticula de tal manera que sabes que es un compatriota. 
Yo me marché hace 11 años. No me fui por Chávez, ni por la inseguridad, que ya la había vivido en carne propia. Me hicieron una oferta de trabajo que no fui capaz de rechazar. Así de simple. Me marché con mi esposa a ver qué tal. Y mientras trataba de adaptarme al nuevo entorno, mientras aprendía a no decir ¡Verga! cada dos minutos (que aquí es una palabrota mayor) y bajaba la velocidad del habla porque no me entendían, la Venezuela de la que me fui desapareció. La mataron a puñetazos rojos. Le desfiguraron la cara y el alma.
Y aunque sé que hay una Venezuela afín que sigue, que lucha, que se deprime y luego se vuelve  esperanzar, que intenta retomar algún camino al futuro, once años después, no es ni volverá a ser el país del que me fui. Y no hablo de un sistema político que también estaba lleno de sinsentidos. Es algo más profundo y difícil de expresar. Puedo ir al país donde está mi familia, donde hay tantos amigos que extraño, donde hay un Avila como el que recuerdo y el cielo tiene unos colores y una nitidez que no he visto en ningún otro lugar, pero no puedo volver al país del que me fui. Ese no existe. Y a medida que pasa el tiempo, no sé que voy a sentir al enfrentarme al que hoy es.
Mientras tanto, hay una gran cantidad de cosas a las que me he acostumbrado y que no son venezolanas. Tengo un hijo nacido en México y ese sí es un lazo indestructible. Tengo un matrimonio de 14 años que sólo 3 pasaron en Venezuela. Hay lugares que me encantan, gente maravillosa y una historia fascinante aquí. Hay una patria adoptada en gestación.