noviembre 10, 2006

EL ARBOL



Frente a mi casa de la calle Potrero había un árbol. El árbol de mi casa. Era enorme, frondoso y viejo. Sobre todo viejo, porque cuando yo llegué a esa casa ya él tenía tiempo ahí, como guardián, a un lado de la reja de hierro.

El árbol de mi casa no es realmente de mi casa. Está enfrente, como ya dije, a un lado, pero siempre lo cuidamos nosotros. Yo me montaba en él, lo regaba los miércoles y por eso digo que es de mi casa aunque no lo fuera. Tampoco nadie lo reclamó y por eso quedó como nuestro.


El árbol de mi casa cierto día se infectó de una de esas fiebres que uno cree que sólo le dan a los hombres: Se aburrió, quiso cambiar. De pronto envidió la capacidad de los humanos de moverse por todas partes. Llegó a envidiar (otra cosa humana) a esos seres blandos y sin hojas que no tenían que permanecer anclados al suelo para vivir.

Noche tras noche, mientras el viento lo mecía con ternura, pensaba en la forma de llegar a lugares donde ningún árbol hubiese llegado. Noche tras noche movió sus raíces, como nosotros nuestros piés cuando nos entierran en la arena de la playa. Fue ablandando la tierra, alejándola de su piel y sintiendo más libres sus bases.

Practicó equilibrio por días enteros para no caerse y una madrugada de martes solitaria, una en que ni los perros estaban despiertos, sacó todas sus raíces de la tierra húmeda. Las dos más fuertes, las del centro, las apoyó a un lado del agujero que dejaba y las usó como piernas. Se levantó imponente y tres metros más alto por primera vez. El resto de las raíces quedaron como una falda de paja alrededor de su cintura.

Nadie en la ciudad le creyó, al día siguiente, al conductor borracho que insistía en que él no había perdido el control de su coche sino que el árbol con el que chocó caminaba por el medio de la avenida.

Nadie nos creyó a nosostros tampoco, cuando fuimos a la policía a denunciar que algún ladrón inescrupuloso había decidido robarnos, pero que en lugar de llevarse el carro o la caja fuerte, había elegido para su fechoría nada más y nada menos que el árbol de la casa. Y realmente se molestaron y nos sacaron de la jefatura cuando les dijimos que, en realidad, tampoco era nuestro nuestro.

Evitando las zonas pobladas y quedándose paralizado cuando se encontraba a alguien en los campos, el árbol de mi casa se fue alejando, paso a paso con sus piernas nuevas, buscando un lugar donde plantarse en el que nunca hubiese estado otro árbol antes.

En su búsqueda, luego de siete semanas y dos día, llegó al mar e intentó transplantarse en el fondo. Pensaba que un árbol en el océano sería realmente una gran novedad, pero no contaba con la suavidad de la arena marina que no lo dejaba fijarse bien, ni con la fuerza de las mareas mucho peores que los tornados, ni con que las hormigas son infinitamente menos molestas que los peces loro que mordisquearon sin cesar su corteza jugosa.

Cuando salió empapado y triste, se sentó un rato en la orilla y luego de unos minutos prosiguió su búsqueda. Tres días estuvo sacudiéndose para que cayera la capa de sal que le dejó aquella aventura.

Giró hacia el Este y siguió buscando. Llegó a la cima de las más altas montañas del planeta e intentó transplantarse allí. Pero no contaba con la nieve inclemente que lo quería encarcelar en hielo, ni con la roca irrompible que no lo dejaba meter sus raíces, ni sabía que las águilas eran tan grandes y pesadas que, honestamente, soportarlas en las ramas era muy pero muy molesto.

Por fin el árbol de mi casa, que ya no era de mi casa aunque al principio tampoco era, llegó al desierto. No vio ningún árbol entre las dunas ocres y sintió que, aunque el calor era horrible, podía soportarlo y ser el único árbol en crecer en el desierto.

Hundió las raíces-piernas en la arena hirviente, se meció para sacudir la arena de sus hojas y soportó, soportó y soportó el calor, confiado en resistir. El frío de las noches era mucho, pero sin hielo, por lo que se armó de paciencia y soportó y soportó y soportó.

Lo que no calculó mi árbol fue que esa arena desértica que le permitía fijarse mejor que la marina, no tenía nada con lo cual alimentarse. Y cuando pensó que mejor era desistir, ya no tenía fuerza para sacar de nuevo las dos grandes raíces-piernas. Pensando cómo resolver este dilema se fue secando, incapaz de librarse y poco a poco un sueño espeso cayó sobre él y sobre la arena sus hojas tan ocres como las dunas.

Antes de que el sueño lo dominara, a las 4:15 de la tarde, pidió a su madre (la naturaleza) que no lo dejara fracasar así, pero ya no supo siquiera si su oración quedó completa porque la negrura lo dejó a ciegas y dejó de sentir calor o frío según fuera de día o de noche.

La tierra dio vueltas alrededor del sol. Cientos de vueltas y luego miles y luego millones de vueltas. Yo me fui de mi casa, me gradué, me casé, me puse viejo y un amanecer de agosto me fui de la tierra. Y mis hijos tuvieron hijos y ellos hijos y ellos hijos y ellos hijos. Y en la otra vida recordé el árbol de mi casa y pregunté a los que recién llegaban de la tierra si sabían algo de él.

Y un recién llegado de mil a los que le pregunté por fin supo algo. Y me dijo que hacía unos años habían encontrado el tronco reseco de un árbol en pleno desierto. Que aquello supuso un gran descubrimiento arqueológico y se dispusieron a acondicionar el lugar para que todos pudieran visitar al árbol que había estado donde nunca debió estar.

Construyeron un parque alrededor del tronco petrificado y un lago artificial muy cerca para que la gente pudiera admirar el gran descubrimiento sin sufrir los rigores normales del desierto. El día de la inauguración el agua del lago recién estrenado humedeció la tierra hasta que llegó una gota de agua a la punta de lo que alguna vez fue la pierna- raíz del árbol de mi casa. En medio de la corteza petrificada quedaba un milímetro de vida adormecida por el tiempo que al ser alcanzado por la gota despertó y como electricidad corrió por el tronco dándole al árbol un último soplo de vida.

El árbol despertó dos segundos y medio. Justo lo suficiente para darse cuenta de las miles de personas que lo admiraban y saber que había logrado su sueño, que aunque fuera un segundo estaba vivo y admirado en un lugar donde se supone que ningún árbol podía estar. Luego tembló levemente y murió convirtiéndose en una estatua de piedra a la valentía.

Por su hazaña fue doblemente recompensado. Al morir con honor se le otorgó el premio de trascender y ahora está aquí, enorme, frondoso y viejo, con sus raíces espirituales fuertemente ancladas en las nubes. Admirado por todos de nuevo. Y de nuevo en un lugar donde nunca había estado un árbol.

El árbol de mi casa del cielo, el mismo que me protege ahora con sus hojas celestiales mientras termino este relato, meto la mano en la nube que me sostiene y la muevo en círculos hasta que queda el hueco desde el cual veo la tierra y dejo caer estas hojas para que caigan en tus manos y leas la historia de mi árbol hasta estas palabras finales en la que te anuncio que la historia terminó.

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